lunes, 16 de septiembre de 2013

El Puente

Iba caminando por las calles cercanas de donde estudiaba, repasando mentalmente el recorrido anatómico de cierta vena. Las calles estaban iluminadas por la luz naranja de los postes que también iluminaban las finas gotas de lluvia que caían cerca de ese resplandor. Olía a tierra húmeda y a cemento mojado, olor que evocaba los recuerdos de la infancia de nuestro personaje. Se dirigía hacia la calle principal de la ciudad donde pasaba el bus que lo llevaba a destino.

Era difícil intentar memorizar lo que se había leído hace un rato, pero había que hacerlo, ya que la prueba era pronto. Miraba hacia el suelo al caminar, para que no se le escaparan los nombres aprendidos, y para no distraerse con nada ni nadie. Estaba llegando casi a la esquina, y visualizó el supermercado de la ciudad…¡¡¡PAW!!!

Un estruendo único y aterrorizante desconcentró al memorizador de venas, y sintió miedo cuando en el instante siguiente, las miradas de las personas se dirigían a un punto ubicado detrás de él. Como siempre prefería pasar desapercibido, intentó que la gente no notara su presencia, y sin pensar en qué o quién había causado el estruendo, se metió dentro del supermercado. Las personas que compraban en el supermercado, también parecían haber oído el ruido y miraban con atención por los ventanales, él también quiso mirar, pero pensó que era mejor concentrarse en olvidar el susto. El corazón todavía le saltaba.

Como ya estaba allí, pensó que podría comprar las cosas que siempre faltaban en su casa. Se dirigió hacia el pasillo de los lácteos, luego al del pan y por fin al de las frutas. Hizo aquel trámite, de manera muy rápida, no tuvo que pedir permiso, no tuvo que esperar un turno, y el hombre que pesaba las manzanas apenas le habló. Se dirigió, hacia la fila de la cajera, donde lo esperaba una serpiente de personas que abarcaba la totalidad del pasillo correspondiente. Se sentía raro, quizás por el susto que había sufrido antes de entrar, así que para evitar el nerviosismo estúpido, continuó repasando los nombres. La hilera de personas seguía aumentando ¿sería la única caja funcionando? Detrás suyo una mujer cargaba un pastel de aquellos con cubierta plástica, sobre la cual habían unas bolsas de jugo en polvo; la mujer buscó algo en su cartera, y con el descuido cayeron al suelo las bolsas de jugo. Iba intentar ayudarla, pero la mujer pidió a la jovencita que estaba delante de él que se las recogiera. Otra vez se sintió idiota, ¿por qué no se lo había pedido a él?, quizás qué cara llevaba, o quizás qué cara ponía cuando memorizaba algo.

Los minutos seguían pasando. No había forma de que la fila avanzara, y se hacía cada vez más tarde. Se estaba impacientando, y ya no podía poner atención a qué nombres tenía que memorizar. Se dio por vencido y dejó las cosas en la estantería que tenía al lado, y se fue. Salió de nuevo, al aire helado de la noche y a recibir las pequeñas gotas de tamaño insignificante, pero que amenazaban con una lluvia feroz en las próximas horas.

Cuando llegó al semáforo, los vehículos pasaban a gran velocidad. Desde ese punto pudo ver que a mitad de calle se encontraba Mariana, la compañera de Universidad del muchacho, y se alegró de tener una cara familiar a la cual saludar. El semáforo pasó a verde, y se apresuró a caminar para saludar a su amiga. Estuvo a punto de emitir el sonido para decirle “Hola” pero la muchacha estaba hablando por teléfono y no se fijó de su presencia.

Un poco apesadumbrado, continuó con su camino por la calle que llevaba hacia el centro de la ciudad. Era mucho más fácil tomar una locomoción en esa zona, y permitía que fuera más fácil el repaso mental de los contenidos vistos en clases. En el avance del camino, vio a lo lejos y en la vereda de en frente, unos seres conocidos: eran unos compañeros de la secundaria. Un par de novios melosos, de los que no se despegan nunca, excepto para cumplir con las necesidades básicas. Se sorprendió de que todavía siguieran juntos, a pesar de los años, y no sintió en absoluto ganas de saludarlos. Pero éstos, ni siquiera lo vieron, y no hubo necesidad de hacerlo.

El aire de la ciudad estaba impregnado de aquel olor emanado por las chimeneas. La ciudad iba empeorando el olor día tras día, quizás en la misma intensidad en que iba aumentando el frío. Habían sido muchas desconcentraciones como para seguir revisando nombres del cuerpo en la mente. Tomó unos enredados audífonos del bolsillo del pantalón y se dispuso a desenredarlos para encontrarse de sopetón con la potente música que gustaba de escuchar. La onda mecánica del sonido no sólo fue percibida por sus oídos porque en el momento en que encendió los audífonos sintió un piquete en la zona central de la espalda. Una extraña molestia que no había sentido nunca antes. Estiró los brazos y contrajo los músculos de la espalda para que al relajar el dolor desapareciera. Y así fue.

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